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Cuando el universo cabía en la concha de una tortuga

 

Cuando el universo cabía en la concha de una tortuga

A comienzos del siglo XX el universo era un lugar muy pequeño. Un sol, ocho planetas, un enjambre de asteroides, algún cometa ocasional y miles –quizá millones– de estrellas, agrupadas de forma caprichosa a lo largo de la bóveda del firmamento. Entre ellas se veían algunas nubecillas difusas, cuya trascendencia, frente al conjunto de astros, no debía de ser muy importante. Simples irregularidades sin importancia.

El mecanismo que movía el cosmos ya había sido desentrañado, siglos atrás, por los gigantes de la astronomía: Tycho Brahe, Kepler, Copérnico, Galileo y el más colosal de todos ellos, Isaac Newton, habían puesto las bases de una ciencia que explicaba, casi a plena satisfacción, el comportamiento de estrellas y planetas. Los más recientes descubrimientos en espectroscopía posibilitaron algo que parecía imposible: llegar a conocer la composición de algunos cuerpos celestes.

El cosmos y los cuatro elefantes

Durante siglos, esa pregunta había sido objeto de especulación filosófica. No existían técnicas ni instrumental para abordarla. Quedaba solo al alcance de la imaginación de unos pensadores que, en muchos casos, la interpretaban a la luz de su misticismo.

Los antiguos vedas veían el mundo como un disco sostenido por pilares que se apoyaban a lomos de cuatro elefantes que, a su vez, descansaban sobre la concha de una tortuga que nadaba en un mar cósmico. Para Demócrito, las estrellas eran solo una pequeña porción de una infinitud de mundos.

Buscadores de cometas

Ya en el siglo XVII, el concepto copernicano del sistema solar se había impuesto. René Descartes en su Principia philosophiae, proponía una cosmología mecanicista, a base de “vórtices”, que asemejaba el movimiento de los planetas a una gigantesca máquina perfectamente ajustada. Cien años más tarde, otro francés, Pierre-Simon de Laplace, sugería su teoría de la nebulosa cósmica en rotación, una inmensa nube de gas a partir de la cual se habían “condensado” todos los planetas y estrellas del firmamento.

Otros filósofos dirigieron también sus esfuerzos a ese tema, desde Thomas Wright, que asimilaba la Vía Láctea a un anillo cuyo centro lo ocupaba un ser supremo, hasta el propio Immanuel Kant, quien acuñó el concepto de “universos islas”, antes de abandonar el estudio de la cosmología para dedicarse a escudriñar el interior de la consciencia humana.

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